Aquí nunca pasará eso

Esto que vas a leer forma parte de una serie que hace meses que tengo en mente. Tengo un comienzo pero todavía no sé cómo lo acabaré o si lo acabaré. Ni siquiera tengo a los personajes escogidos, sólo algunas ideas a las que voy dando forma.

Espero que a nadie le sorprenda que de repente aparezca un oso polar en la historia…

 

Es sorprendente la capacidad de adaptación que tenemos los seres humanos, cómo terminamos adaptándonos a cualquier cosa, por extraña que sea, por mucho que se aleje de lo que consideramos «normal». Por ejemplo, la manera de despertarse.

No mucho tiempo atrás era la alarma del teléfono móvil la que se encargaba de despertarme. Lo de despertarse era bastante relativo, porque hacían falta 7 alarmas, a intervalos de 10 minutos, con los sonidos más estridentes y aun así la única que terminaba escuchando y que me hacía saltar de la cama era la última. Y por supuesto todas las mañanas corriendo a la ducha, corriendo a vestirse, corriendo hacia el metro, corriendo al entrar a trabajar, corriendo a todas partes.

La ducha, ¡cuánto la echo de menos! Incluso echo de menos el ir a trabajar. Echo de menos los ascensores, echo de menos el metro (¡quién lo diría!), echo de menos bajar a comprar el pan, echo de menos un ventilador, echo de menos la rutina…

Aquí la única rutina es el despertador de cada mañana. En cuanto sale el sol, a las 6 de la madrugada, se oye la primera alarma. Una detonación, un petardo, a veces lejano, a veces cercano. Después suele escucharse un grito; no suele tardar mucho. Otro petardo, más gritos, una ristra de petardos, y el silencio.

A veces me despierto a la primera, si suena cercano, pero no me muevo. ¿Para qué si no tengo trabajo al que ir? No voy a poder ducharme, aunque tampoco voy a poder dormir más pensando en lo que puede haber pasado.

Otras veces tardo un rato más. Si tengo suerte y no hace demasiado frío me quedo bajo la manta disfrutando del calorcito hasta que el dolor de espalda me echa de la cama. Llamarle cama es ser demasiado generoso pero al menos es un lugar acogedor y bien protegido. No me han molestado en meses.

Dana sí se despierta y se levanta. Levanta mucho las orejas y va poco a poco hacia el hueco de la ventana. Es demasiado curiosa y cualquier ruido atrae su atención. Hace tiempo se espantaba y se escondía bajo el primer mueble que encontraba. Ahora ya no, sólo levanta las orejas y caminando suavemente, como sólo un gato sabe hacer, se dirige a su observatorio y con los ojos muy abiertos mira a la calle, a lo que queda de calle.

A veces mueve la cola nerviosa, probablemente porque ve algo interesante, gente en la calle o algún perro. Otras veces se queda ahí, subida al trozo de madera que antes fue el mueble de la televisión, ojeando y esperando.

Cuando me decido a levantarme me destapo y voy a prepararme eso que llamo café. Es incluso más malo que el café de Starbucks, aunque tampoco recuerdo demasiado el sabor que tenía. Creo que era como aguachirri con sabor a tierra quemada. Mi café no tiene «chirri» pero sabe a quemado y a viejo, a muy viejo de tanto que he reutilizado los posos.

Dana me sigue porque sabe que comerá algo. Quizás es la única que se alimenta bien porque me hice con una docena de sacos de pienso cuando empezó todo y con suerte me durará varios meses más. Su comida la he probado y la verdad es que hay que ser muy gato para comer esas cosas.

Mi desayuno no es monótono. Si tengo suerte alguna madalena rancia, a veces un trozo de pan con algo dentro (normalmente atún, porque tengo una provisión de latas casi infinita), a veces tengo algo de mermelada y otras veces me levanto sin hambre y solo me tomo con cara de asco el café. Al menos está caliente.

Pues sí, me he acostumbrado a mi nuevo despertador. Me he acostumbrado a mi nueva rutina: mantenerme con vida. Incluso me he acostumbrado a mi «trabajo» como «autónomo»: buscar comida.

Es que las cosas han cambiado un poco.

Sigo viviendo en Barcelona, eso no ha cambiado. Incluso sigo viviendo en mi casa de siempre; quizás un poco cambiada y con algún hueco más porque no he podido reparar todos los agujeros, pero sigue siendo mi casa. Está algo más oscura porque no me atrevo a quitar las tablas que tapan las ventanas y faltan algunos muebles, porque el último invierno fue algo frío, pero tengo un sitio donde dormir y un sofá, ya bastante raído, donde sentarme.

Hace meses que no subo al metro, no porque no quiera, sino porque hace tiempo que dejaron de funcionar la mayor parte de las líneas, en parte porque casi nunca hay electricidad, en parte porque algunas estaciones se han hundido. Todas las paradas de metro cerca de mi casa están hundidas, unas por accidente, otras por necesidad. Parece ser que no quedó más remedio que volar una estación porque un grupo armado intentó atacar el hospital, que además estaba cerca del cuartel y el depósito de agua (la piscina del antiguo polideportivo). Según dicen se quedaron 50 personas cubiertas por cascotes. Peor para ellos, nadie les manda venir a molestar.

No tengo televisión, entre otras cosas porque tuve que cambiarla por un hornillo, y también porque solo tengo electricidad un par de horas al día y es estúpido conservarla. Tampoco es que haya nada que ver: quedan dos canales del «gobierno» y algún canal pirata que emite de vez en cuando. Todo basura.

Las estufas y los ventiladores están guardados. Me he acostumbrado a las hogueras en el patio interior. Los pocos vecinos que quedamos, cuando hace mucho frío, contribuimos con algo para quemar y nos juntamos alrededor de la hoguera para calentarnos un poco. A veces alguno trae algo de carne y podemos comer «bien», siempre que no te preguntes qué carne es.

Curiosamente mantengo algún lujo, como un SAI que alimenta a mis cacharritos electrónicos y una escasa conexión a internet que algún buen samaritano nos provee y, a veces, algo de cobertura telefónica cuando un técnico puede llegar a la antena. Así me voy enterando de qué está pasando. Menéame sigue funcionando y sigue lleno de cotillas, fachas y trolls. Los periódicos… bueno dejémoslo estar; hace tiempo que han dejado de informar.

Según dice el «gobierno» todo está estupendamente y sólo hay algunos disturbios y alguna zona «díscola», sobre todo en el norte y el este. Todo está controlado, nadie pasa hambre, nadie muere, todos tenemos trabajo, la economía está en su mejor momento, el nuevo Papa visita Madrid y es recibido en loor de multitudes y el «presidente» se humilla ante él como siervo de la Iglesia que es.

Claro que eso lo dice en la televisión y en los periódicos en papel y solo muy pocos ilusos se creen lo que se dice en los medios «tradicionales». De hecho muy pocos pueden pagarse ya un periódico de papel. Probablemente el «gobierno» se hace propaganda a sí mismo para autoconvencerse de que todo va bien.

Según dicen los medios extranjeros estamos en guerra civil, pero una guerra de baja intensidad, sin grandes bombardeos, ni tanques, ni explosiones a lo Hollywood; solo escaramuzas entre los «ejércitos» de los «rebeldes» y el «gobierno»; alguna foto de algún muerto en la calle y alguna casa destruida o colas de gente ante los campamentos de la Cruz Roja buscando algo de comida, poco más.

Mi despertador de la mañana forma parte de esa guerra de baja intensidad. Suele ser algún francotirador, de algún bando o de otro, que se encarga de recordar a la gente que por la calle hay que ir corriendo y escondiéndose. Nada de dar paseos o ir cojeando; y si eres viejo y no te puedes mover no salgas de casa.

Puede ser alguien que va a buscar comida o agua a primera hora. No aprendemos que es mejor salir de noche que hay menos mirones; a la gente le cuesta librarse de su rutina, son demasiados años de tranquilidad y hay muchos que salen por chulería y porque «tienen derecho» a ir por la calle.

El derecho a veces choca con una bala. Si el alcanzado es afortunado la recibe en la cabeza y se acabó; por la noche recogen su cuerpo y es una mañana tranquila. Si el que dispara tiene ganas de jugar suele disparar a la pierna o a la cadera y la víctima se queda gritando pidiendo ayuda; siempre sale algún valiente que ya no aguanta los gritos y empieza la fiesta de los petardos porque recibe uno o dos disparos. Una vez se recogieron 8 cuerpos, 2 de ellos todavía con algo de vida.

Yo guardo un recuerdo de mi valentía en mi brazo derecho: una fea cicatriz en el hombro y dos dedos menos.

Ya no salgo, aunque reconozca la voz de quien grita. Llamadme cobarde si queréis, pero he tenido suficiente. Sólo por la noche me arriesgo a ayudar a recuperar lo que queda.

Tenemos suerte de que no tengan miras nocturnas porque podrían hacer una escabechina.

Hoy tengo un email de mi hermana. Ella y sus hijos han conseguido llegar a Portugal y han dormido por primera vez en semanas. No sabía nada de ella desde principios de Marzo, tres semanas desde que se decidió a abandonar su casa. No sabe nada de su marido desde Enero, no sabe nada de mis tíos desde Noviembre.

Me envía a una foto que tomó en Cáceres, cerca ya de la frontera: una docena de cadáveres en una cuneta. Jornaleros, probablemente. Guerra civil de baja intensidad…

Me dice que tenga cuidado y me pregunta si intentaré pasar a Francia.

No hay forma de pasar a Francia, nos han cerrado la frontera, no nos quieren. Fraternité. Los pocos que han conseguido pasar son buscados por la Gendarmerie y devueltos en camiones al «gobierno». Según dicen el «gobierno» los asienta en campos gestionados por la Cruz Roja, en campos de los que a veces algún valiente saca fotos y las envía a internet. Esas fotos de «reasentamientos» las permite el «gobierno».

Las otras fotos, las que no gustan, muestran excavadoras, cal, fosas comunes, cunetas llenas de cadáveres sin enterrar o algún soldado del «gobierno» con el pie sobre la cabeza de algún «rebelde» apoyándose sobre la culata de su rifle, con la bayoneta clavada en el pecho de algún ajusticiado.

Varias de esas fotos estuvieron a punto de provocar una intervención de la ONU pero el «gobierno», en una maniobra magistral, consiguió crear un cortina de humo y pregonar que todo había sido una manipulación. Una legión de expertos en Photoshop se ocuparon de «mostrar» que eran «falsas» y la desidia de la comunidad internacional hizo el resto. Casi todos los países tragaron y sólo Portugal (que ya no está bajo el yugo de la UE) e Italia (con su estrenado gobierno comunista) siguen manteniendo que las fotos son reales.

El «gobierno» no permite crueldades.

La frontera con Portugal está vigilada pero con un poco de suerte y dinero algunos consiguen pasar. Si pasas no te devuelven, no te persiguen, incluso la población portuguesa suele acoger a la gente en sus casas. No es que su país esté para echar cohetes pero al menos no hay hambre, y desde el cambio de gobierno y desde que decidieron salir del Euro y de la Unión Europea, las cosas les van mejor.

Pero llegar a Portugal desde aquí es imposible. Sería mucho más fácil aventurarme en una lancha y llegar a Marruecos. Dana no está demasiado de acuerdo porque no le gusta el agua. No sé qué opinará de caminar 1000 kilómetros.

Oigo un rugido en la calle y después una explosión; ha sonado muy cerca. Después otra explosión, y después el ruido de un edificio que se derrumba. Dana se asusta y sale corriendo a esconderse bajo la manta. A mí me puede la curiosidad y voy a echar una ojeada por el hueco de la ventana.

Consigo ver cómo se cae parte de la azotea de un edificio, como a 300 metros, y se ve la figura de una persona. En la calle, ocultos tras un muro,  se ven dos personas con lanzacohetes todavía humeando. Llevan un brazalete rojo oscuro, deben ser de la milicia comunista.

Alguien se dirige corriendo al centro de la plaza, cerca de la fuente, donde hay una persona en el suelo levantando el brazo; se ve un charco de sangre cerca de sus piernas.

Se oye un petardo y el que había salido corriendo cae al suelo. Otro petardo y uno de los milicianos cae hacia atrás sin media cabeza. El que queda se agacha tras el muro e intenta recargar el lanzacohetes pero le tiemblan tanto las manos que no lo consigue y se le cae el proyectil al suelo varias veces. Maldice y golpea el lanzacohetes y se acurruca frustrado junto al muro.

Parece que han acabado con uno de los francotiradores, pero hay más.

Si no fuese tan real me parecería estar viendo una escena de Call of Duty, claro que no se ven soldaditos saltando y helicópteros escupiendo balas. Aquí es algo más sucio y no reiniciamos el juego cuando nos matan.

Se ven las chispas de disparos saliendo de un edificio y se oyen crepitar las ametralladoras, como máquinas de coser extremadamente ruidosas. Gritos, más disparos, y luego unas explosiones en la parte baja. Luego todo se calla.

«Una trampa, el hijo de puta tiene trampas», se oye gritar en la calle.

Algún grito más, gente corriendo y unos minutos después silencio. Se acabó todo.

Espero que hoy anochezca pronto porque me estoy quedando sin agua.